jueves, 1 de abril de 2010

Santiago Ayuso

Hasta el al 31/3/2010

© Santiago Ayuso

Que el mundo más desconocido puede ser el más próximo no es ningún secreto. En la tradición fotográfica más extendida hay dos clases de fotógrafos. Los que nos quieren acercar lo que está lejos y los que nos quieren “alejar” lo cercano. Desde luego, esas dos no son las únicas opciones. Las posibilidades van, si queremos, mucho más allá. Estarían, por ejemplo, los que nos quieren certificar que lo alejado está mucho más alejado de lo que creemos, y aquéllos que parecen decirnos que lo próximo está tan encima de nosotros que ni siquiera lo vemos por formar parte inseparable de ese “nosotros”.

Existe una distancia tan corta que quizás nos impide una visión “natural” de las cosas. Los fotógrafos sabemos que hay un mínimo para el enfoque, desde luego, pero me estoy refiriendo, naturalmente, a la existencia de una distancia “emocional” mínima: cuando lo cercano pasa a ser íntimo, una suerte de velo pudoroso sitúa las cosas en un plano oculto, o casi. Es una imposibilidad emparentada, convengámoslo, con su contraria, la que nos ratifica una familiaridad especial con lo que está al otro lado del mundo, haciendo más fácil el diálogo visual. Así, fotográficamente, puedo compartir muchos aspectos de mi condición humana con un esquimal o con un maorí, y puedo desconocerlo todo de mi vecino más cercano, del objeto más humilde del que me sirvo todos los días y de mi mismo.

En realidad, a este respecto, la fotografía no hace más que confirmar lo que ya sabemos. Ten dríamos que admitir que nuestro conocimiento ofrece continuas e innumerables paradojas similares, y que sólo nuestra necedad nos lleva a la creencia de que lo cercano es conocido y, lo lejano, ignorado. Al otro lado del mundo hay alguien de quien puedo saberlo todo con sólo mirar su rostro –quizás ni eso hace falta– y, al mismo tiempo, no puedo eludir la certeza de que tal vez nada sé de mis seres más queridos, por mucho que pretenda ahondar en sus ojos.

He tenido siempre la impresión de que las fotografías de Santi Ayuso no son sino manifestaciones visuales de las muchas imposibilidades con las que él, como yo, como cualquier fotógrafo, “se las tiene que ver” todos los días. La cuestión, sin embargo, es que, aun siendo habituales, surgen aisladamente, aquí y allá, sólo de cuando en cuando. Interrogaciones inopinadas que adquieren consistencia visual a golpes de una especie de “flashazos” interiores cuyas leyes nadie puede manejar. Para ser exactos digamos que esos destellos no tienen que ver necesariamente con el instante –qué hartazgo con la palabra “instantánea”– y que a menudo corresponden más bien a áreas o a tiempos de luz “reveladora” de algo o de alguien.

Decía Paco Gómez que la sociedad –el mundo, añadiría yo– no es más que una imagen especular de nuestras emociones. Es verdad que, en último término, el mundo sería el lugar donde proyectar o simplemente reconocer esas emociones. Pero para identificarlas, para describirlas, simplemente para hablar de ellas a los demás y a uno mismo, hace falta una suerte de luz especial capaz de activar oscuras galerías de las que poco o nada sabemos. Esa luz es una especie de regalo, un privilegio cuyo control está lejos de nosotros.

Sin que sepamos muy bien por qué, sin que podamos siquiera intuir cuándo va a ocurrir, hay algo, de repente, que queda iluminado. Podemos entonces hacer una fotografía, o escribir unas líneas, o sencillamente “capturar” un pensamiento fugaz. Vamos que, por más que a veces me duela, la fotografía y lo fugaz viajan de la mano.

Debo añadir, eso sí, que estamos ante una forma de fugacidad “sui generis”, y que la milésima de segundo no tiene por qué ser condición ineludible.

Con frecuencia la fotografía significa un tipo de conocimiento intuitivo, muchas veces, las más, inefable, otras, las menos, perfectamente definible con palabras. Pero no es cómoda la figura que compone el fotógrafo, siempre a la espera de una luz de la que no sabe ni el día ni la hora, lo cual, como en el texto evangélico, le obliga a estar en guardia de un modo permanente. Porque, quítenselo de la cabeza, el accidente feliz es, ante todo, un accidente. Sin estado de vigilia apenas hay hallazgos. Menos aún, recordando a Ansel Adams, conceptos.

No se trata tampoco de sentarse y esperar, ojo avizor, a ver pasar el cadáver del enemigo arrastrado por la corriente. Se trata, “be water”, de convertirse en la corriente y, en la turbulencia de la vida, recibir algunos destellos que, quizás verdaderas escalas en ese viaje, constituyen a la vez un pequeño logro, un descanso y un estímulo para seguir.

Por encima de todo son también esos destellos, quiero repetirlo, interrogantes. Conviene no perder de vista que las preguntas constituyen los verdaderos hallazgos. Que seamos capaces de formulárnoslas, a nosotros mismos y a partir del mundo de todos los días, significa que hemos encontrado la distancia necesaria. Porque, si al decir de Winogrand, no hay nada tan misterioso como un hecho claramente expuesto, también es verdad, en sentido contrario, que nada hay tan revelador como enunciar o describir –visualmente en este caso– algo que encierre en sí mismo, por pequeño que sea, un misterio.


Carlos Cánovas
AFCN C/Río Urrobi Nº3 Bajo

1 comentario:

MucipA dijo...

Verdaderamente misteriosa la fotografía, una imagen que invita a reflexionar...
Un saludo