miércoles, 9 de abril de 2008

Mario Muchnik

Cuatro semanas de agosto

Archivo de imagen
Fotografía por Mario Muchnik
Del 10 de abril al 25 de mayo de 2008.

Como para casi todos los porteños, para mí la Argentina era entonces poco más que Buenos Aires y el campo circundante, alguna playa como Mar del Plata y algunas sierras como las de Córdoba. O sea que, desde un punto de vista geográfico, los 2.776.889 kilómetros cuadrados de ese país me eran prácticamente ignotos. Fue gracias a la insistencia de Nicole, mi mujer, cómo, haciendo de tripas corazón, vencí mi reluctancia en agosto de 1971 y, en compañía de un par de amigos, Cuca y César, nos lanzamos los cuatro, yo con dos viejas Leicas, a “descubrir” –en la medida de lo posible– mi país natal.

Nunca me arrepentí. Para mí, la fotografía, más que un medio de expresión es un sistema de aprendizaje. ¡Y ese mes de agosto fue todo un curso universitario! El itinerario que nos trazamos de entrada, después de una semana en Buenos Aires, comenzaba en la ciudad de Córdoba, donde alquilaríamos un coche con el que adentrarnos en las provincias de La Rioja, Catamarca, Tucumán, Salta y Jujuy, intentando llegar lo más al norte posible, lo más cerca de la frontera con Bolivia.

Nos quedamos cortos, aunque dada la inmensidad de las distancias, no mucho: Tres Cruces, a unos 3.800 metros de altura sobre el mar, está a unos cien kilómetros del paso fronterizo de La Quiaca, distancia pequeña comparada con los más de cinco mil kilómetros que median entre La Quiaca y el Estrecho de Magallanes.

Entonces gobernaban los militares. Era presidente de facto el general Lanusse, que sucedía al también “de facto” general Levingston, y éste, a su vez, al “de factísimo” general Onganía, el de la llamada Revolución Argentina de 1966 que había echado del poder al señor Illia, civil elegido en las urnas.

Pero en 1971 nadie había logrado impedir que ciertas organizaciones armadas clandestinas llevaran a cabo incursiones, cuando no sangrientas, por lo menos violentas. El ejército controlaba las carreteras por las que circularíamos y el único consejo que nos dieron en Buenos Aires fue el de “evitar discusiones”: los jovencísimos e indigentes conscriptos, nos dijeron, “tenían el gatillo fácil”.

Pudimos comprobarlo. En un camino de tierra, creo que en Jujuy, unos soldados nos dieron el alto. Uno de ellos, efectivamente jovencísimo, muy probablemente indigente, de tez oscura como la de los indios de esa región, se acercó, introdujo el cañón de su metralleta por la ventanilla trasera, me lo puso ante las narices y me preguntó, imitando en lo posible el tono autoritario de su jefe:

–Y usté, ¿qué lleva allí?
“Allí” era mi caja de fotógrafo.
–Dos cámaras.
–Abralá. Pero despacito…– me ordenó en un susurro, acercando otro par de centímetros su metralleta a mi nariz.
Abrí la caja muy despacito. Zafé el primer cierre y miré al conscripto. Luego el segundo, y volví a mirarlo. Levanté la tapa y le mostré lo que había dentro.
–Vaya sacando las cosas, despacito, una por una – me dijo en voz baja, con ojos llameantes.
Primero una Leica. Se la ofrecí.
–Deje eso en el asiento, así… Ahora siga.
Saqué la otra Leica y se la ofrecí.
–En el asiento, eso…
Saqué el teleobjetivo.
–¿Qué es?– alzó la voz, acercándome la metralleta otro poquito.
–Un teleobjetivo, señor.
–En el asiento, en el asiento le digo. ¿Qué más?
–Es todo– y tomé la caja vacía para que viera mejor.
–¡No toque!
Miró con cuidado, me miró, nos miró y gritó a su jefe, que había quedado en retaguardia:
–Nada, no hay nada.
El jefe hizo un gesto y el soldadito nos ordenó, con cara de gente mala:
–¡Sigan viaje, ‘amos!

Seguimos viaje, en silencio. Sentí que estaba sudado. Mis compañeros alabaron mi sangre fría, pero todos sabíamos que lo mío era puro susto. Gatillo fácil… No era para menos: estábamos en la zona en la que actuaba el Ejército Revolucionario del Pueblo, el ERP, y los milicos no se andaban con miramientos.

Después de muchos kilómetros, por consejo de gente amiga, visitamos un ingenio azucarero. En medio de una tierra de pobreza –pero no miseria: la miseria la habíamos visto en Buenos Aires– surgía todo un villorio limpio, ordenado, pintadito como un buque de la marina, construido alrededor de una gran fábrica con tres altísimas chimeneas. Árboles cuidados, algunas calles asfaltadas, coches buenos, furgonetas potentes… Aquí había dinero. La gente iba mejor vestida, todos parecían muy atareados, algunos evidentemente a cargo de algo, detentaban algún poder.

Una de las chimeneas humeaba apenas. Un enorme portón de rejas impedía el paso a las instalaciones, y un cartel lo prohibía explícitamente. Tomé muchas fotos y volvimos a seguir viaje.

Ahora, treinta y siete años más tarde, miro las fotos, recuerdo el lugar, vuelven a sorprenderme las altísimas murallas de ladrillo de la fábrica (de innegable raigambre británica), las calles prolijamente trazadas y bien cuidadas, los obreros, humildes pero en general bien vestidos y calzados y hasta un cartel en el que se anuncia no sé qué película. Pero no logro recordar el nombre del lugar. ¿De qué ingenio se trataba? En una de mis fotos aparece un microbús detenido en una parada, visto de frente. Lleva algo escrito en el frontis, que no llego a leer. Amplío la foto, comienzo a distinguir las letras, amplío más y al fin leo: Ledesma–Libertador. Libertador General San Martín era la pequeña ciudad cercana al ingenio. Ahora que pienso… ¿no sería el ingenio Ledesma el que visitamos como turistas? Me dice algo… Ledesma… Y voy a Google. Sí, exactamente, era el ingenio Ledesma, confirmo el nombre y, de paso cañazo, me entero del horror. Cientos de documentos aparecen en pantalla, si uno le pide a Google simplemente “Ingenio Ledesma”. Extraigo un párrafo de Página/12 del 17 de Abril de 2005:

El 13 de junio de 1977, después de una misa y cuando las sombras ya se habían apoderado de Libertador General San Martín, un grupo de tareas invadió la casa de la familia Aredes. A su frente estaba Juan de la Cruz Kairuz, un policía que trabajaba como represor por las noches y de día entrenaba al Atlético Ledesma, el club que ese año conduciría en el Campeonato Nacional de la AFA. Este esbirro de la familia Blaquier, propietaria del ingenio azucarero que colaboró con la desaparición de treinta trabajadores durante la última dictadura en aquella zona del noroeste, también había sido un conocido futbolista de primera división […] entre 1966 y 1975.

Varios hechos sobresalen cuando se leen ésta y algunas otras páginas en Google. El primero y más evidente es que el susodicho Kairuz, por lo menos hasta 2005, fecha del artículo de Página/12, llevó una vida perfectamente normal, sin haber sido molestado ni haber respondido ante justicia alguna. El segundo es que, en su época de Dr. Jekyll y/o Mr. Hyde, Kairuz vivía dentro del ingenio Ledesma. Y es que, se dice, la misma Gendarmería Nacional estaba dentro del ingenio Ledesma. El tercero es que muy pronto –pocos años después de nuestra visita– en la Argentina se montaría una red de centros de concentración entre los que se destacaría el ingenio Ledesma. Porque es fácil decir hoy que desaparecieron tantos o cuantos miles de personas: la pregunta es ¿y dónde fueron a parar? Pues ahí: muchos fueron a parar, entre los casi doscientos centros de concentración, a los galpones del ingenio Ledesma.

Y el cuarto hecho descollante en esta miserable historia es que el ingenio Ledesma, con sus oficinas en la 12ª planta de la calle Reconquista 336, en Buenos Aires, la familia Blaquier, el sistema al que la gente se refiere diciendo “aquí hay un poder feudal desde hace cien años”, no son cosas del pasado sino de hoy. En otras palabras, no son las razones por las que me fui hace medio siglo sino algunas de las razones por las que no vuelvo hoy. Leo mis apuntes de entonces:

“Vuelva, Mario –me dijo Gelbard ayer [don José Gelbard, ex presidente de la Confederación General Económica de la Argentina y futuro ministro del tercer gobierno de Perón]–, vuelva a hacer el país.” Reflexiono en el avión que me lleva de vuelta a París mientras miro por la ventanilla la inmensidad urbana de esa capital que ya no siento mía. “¿Yo, volver? ¿Volver a hacer el país? ¿Por qué? ¿De qué «hacer» me habla Gelbard, y de qué «país»? ¿Ha hecho el país, él? ¿Dónde está lo que hizo? Él ha hecho su vida, eso sí, la construyó a pulso desde sus humildísimos orígenes hasta la pompa y circunstancia actual. Pero ¿el país?, ¿ese país que me ha negado trabajo de joven físico, que ha desbaratado la gran editorial de mi padre, que ha desparra­mado por el mundo gran parte su gente más capaz, que ­insulta mi ­mediana inteligencia ensalzando los mitos vetustos del peronismo? El día menos pensado este país se volverá inhóspito hasta para Gelbard. El día menos pensado el malón ocupará la Capital, vendrá la degollina y entonces ya me hablarás vos, José Gelbard, de hacer el país…”

Me arrellano, reclino el respaldo de mi butaca e intento dormir.
Estábamos en 1971. Seis años después, ese país raptaría y torturaría a mi primo Pablo y lo deportaría con toda su familia.

Yo no vuelvo.

Una de las características más entristecedoras de la Argentina es su sempiterno culto del porvenir. Creo que fue André Maurois quien, habiendo visitado el país antes de la Segunda guerra mundial, sentenció: “La Argentina tiene un radiante porvenir, y lo tendrá siempre.”

En ese país los desiertos son feroces. Y el campo y las ciudades no lo son menos. Ante la erosión del tiempo los argentinos sólo atinan a encogerse de hombros. Tanto tierra adentro como en Buenos Aires, el viento barre el pasado. Por cada raro vestigio histórico señalado por un ruinoso caserón o una fuente cubierta de moho hay mil de los que nada subsiste sino un campo de paja brava que se pierde en la inmensidad. El viento de la llanura o de la sierra, como una venganza fantasmal de tribus desaparecidas, barre sin piedad la obra humana. No parece hacerlo a hurtadillas: es como si al argentino no se le ocurriera, o no quisiera, cortar ese viento con barreras para proteger su historia, absorto, encandilado quizás por un porvenir al alcance de la mano que, como la zanahoria del burro, le lleva siempre unos pasos de ventaja. La historia pasa indocumentada y los hechos del presente parecieran surgir por generación espontánea.

Sin embargo, en las últimas líneas de la novela Sobre héroes y tumbas, de Sábato, el camionero Bucich le dice a Martín, mientras orinan en el campo bajo el cielo ­estrellado, “Qué grande es nuestro país, pibe…”. Es verdad, y quizás mis fotos den una idea de sus dimensiones. En mi viaje pude fotografiar los paisajes más bellos y, horizontal y verticalmente, más vastos de mi vida. Y en ese gran tablero también pude conversar con algunas de las personas más simpáticas, bienhumoradas, bienhabladas y limpias de mente que jamás conocí, gente abierta, de retruécano fácil muy por encima de su humildad, de trato respetuoso sin sombra de obsecuencia, con la dignidad a flor de piel y la honestidad en la mirada, sin disimulos. La palabra “grande”, que Sábato pone en boca del camionero, se refiere a dimensiones no únicamente físicas, sino también morales.

No intentaré explicar la contradicción entre las virtudes del pueblo y la incuria con que ese pueblo ha tratado su propia historia. No tengo, para ello, la preparación mínima indispensable. Me digo, eso sí, que la ausencia física e intelectual de la propia historia debe de ser nefasta si se quiere no sólo evitar repetirla, sino hacerse cargo del propio destino.
Aquí entrego en cambio mis fotos, que dicen lo que dicen. Al tomarlas, hace treinta y siete años, no me propuse componer una tesis sobre la Argentina. Las imágenes fueron entrando solas por mi objetivo, no hay rastros en ellas del menor afán académico ni periodístico. En su conjunto pintan un cuadro muy incompleto y parcial. Algunas me sobrecogen porque me muestran una belleza que hoy veo más claramente que entonces. Otras me sorprenden porque muestran cosas que entonces no vi, o porque nunca las vi hasta hoy. Y otras me sumen en la dulce nostalgia de un pasado que sólo existe ahora en mi mente.

No hay viento capaz de barrer mi propia historia.

Mi equipo: dos Leicas M3, tres objetivos –de 35, 50 y 90 mm– y abundantes carretes de Kodak Tri-X. Yo mismo revelé los carretes en un baño de mi casa parisina convertido en cámara oscura. Para esta exposición y su catálogo, digitalicé esos viejos negativos. Los positivos expuestos en la Casa de América y recogidos en este catálogo están impresos en mi Epson Photo R2400 en papel fotográfico Premium Semibrillo, de la misma Epson.

Mario Muchnik
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