No más juego
Fernando Castro Flórez
La vivencia contemporánea es, por emplear términos caracterizados por Marc Augé, la del no lugar a partir del cual se establecen distintas actitudes individuales: la huida, el miedo, la intensidad de la experiencia o la rebelión. La historia transformada en espectáculo arroja al olvido todo lo “urgente”. Es como si el espacio estuviera atrapado por el tiempo, como si no hubiera otra historia que las noticias del día o de la víspera, como si cada historia individual agotara sus motivos, sus palabras y sus imágenes en el stock inagotable de una inacabable historia en el presente. El pasajero de los no-lugares hace la experiencia simultánea del presente perpetuo y del encuentro de sí2. En los no-lugares domina lo artificioso y la banalidad de la ilusión. Esa publicidad que está por todas partes ha llegado al agotamiento de sus estrategias; en cierta medida los no lugares sirven, ahora en un singular detournement, para que los sueños se proyecten y ahí, por donde únicamente transitamos a toda velocidad o, mejor, donde no queremos estar, podría desarrollarse una nueva forma de la flanerie. Los lugares de paso de la fotografía contemporánea nos recuerdan nuestra condición nómada pero también adquieren un tono espectral; nadie puede habitar en esas construcciones, son un límite que hay que olvidar, el sitio que nos retiene. Ángel Marcos ha desplegado un intenso proyecto fotográfico que le ha llevado de Nueva York a Cuba y de ahí a China, del sueño americano a las consignas “revolucionarias” y al vértigo de una dinámica constructiva que es, en realidad, la destrucción de todo lo existente. Con gran lucidez estudió la tipología de las plazas y ahora deambula por Las Vegas sintiendo el vértigo del juego y del placer, consciente de que nosotros somos los habitantes de la arquitectura de la congestión3.
En el desierto está edificado, en proceso permanente de ampliación, el paradigma de la desorientación, la roadtown por excelencia. Es posible crear una lugar a partir de la nada: “ahí reside la genialidad de Las Vegas”4. Todo el que llega a este no man´s land, verdadera ciudad del grado cero, comprende que está ante algo único que es, al mismo tiempo, una alegoría de lo que está sucediendo en el mundo entero. “Las Vegas no es nada más que nuestro horizonte urbano”5. Todos somos, en cierto sentido, habitantes de Las Vegas. James G. Ballard dijo que Las Vegas nunca ha sido nada más que “la mayor bombilla eléctrica del mundo”. Y, sin embargo, ilumina a todos aquellos que han dejado que crezca un desierto en su pecho. Baudrillard señaló que es inútil oponer Death Valley como fenómeno natural sublime y Las Vegas como fenómeno natural abyecto porque el uno es la cara oculta del otro, y se corresponden como el colmo de la prostitución y el espectáculo al colmo del secreto y el silencio6. Pero cuando has perdido hasta la dignidad en el casino, la sublimación esteticista no sirve ni para taparse las vergüenzas. He revisado Casino de Scorsese y me han atrapado algunas frases, como aquella en la que hablando de Las Vegas como un túnel de lavado para la moral de los mafiosos se concluye de forma magistral advirtiendo que esa ciudad, “hace por nosotros lo que Lourdes para los jorobados y paralíticos”. Allí, en medio del desierto, están organizados para llevarse el dinero de todos los pardillos, ellos son los únicos que ganan.
En F for Fake, Orson Welles recuerda que cuando Howard Hughes, el magnate de Hollywood, se hizo eremita Las Vegas fue la ermita que escogió como guarida. Se retiró, a la manera clásica, al desierto, aunque el desierto se retiró antes para dejar sitio a las tragaperras y a las mesas de juego. Ese enfermo crónico de picnolepsia se compró la mayor parte de los hoteles y se instaló en las habitaciones superiores del Desert Inn. “Y en todos esos años —dice con cara burlona Welles— no se vio ni una sombra tras esa ventana. La gente de Las Vegas mantuvo los ojos abiertos, no veía nada y creía todo lo que se decían los unos a los otros. Atónitos observadores dicen haber visto al excéntrico magnate a las cuatro de la mañana, paseándose por esta autopista sin calcetines y con un par de cajas de Kleenex en lugar de zapatos. ¿Me lo creo?”. Las Vegas es lugar en el que todo es posible, una especie de parque de atracciones para adultos, la sima en la que auto-secuestrarse. “Cuando era un muchacho —señala Scorsese—, oía a tipos que decían: “¿Te das cuenta? En Las Vegas, puedes ir a papear a un chino a las cuatro de la madrugada”. Para nosotros eso era el paraíso, aunque vivíamos cerca de Chinatown”. Ciertamente, podemos jugarnos los cuartos en un antro a la vuelta de la esquina pero lo que nos ilusiona es hacerlo en ninguna parte, en ese sprawl urbano por el que propiamente no se puede caminar.
Ángel Marcos comprende a las mil maravillas, nunca mejor dicho, esta ciudad del horror vacui7; recorre Freemont Street, entra en los casinos, se aparta hasta los descampados para ver como crece una extraña torre que parece de oro, atraviesa una suerte de pasaje en el que las sombras han cubierto la orgía luminosa. Según Bergson, el desorden es el orden que no podemos ver. En última instancia, el strip es capaz de incluir todo8. Si lo que todavía llamamos “calle” es el territorio en el que el turista sufre un impactante canto de las sirenas, en los casinos, donde el día se confunde con la noche, no hay ninguna indicación de puertas de salida ni rastros de relojes. Estamos en la cripta del deseo, dentro de una mutación de El ángel exterminador buñuelesco. Atornillados al taburete frente a las slot machines se consigue el hastío vertiginoso. Aquí se viene, ciertamente, a perder. Less is more deja de ser la divisa “minimalista” para nombrar el momento en el que se toca fondo. En el ámbito nuclear de la cultura del consumo9 se produce un strip-tease febril: las mujeres más bellas prometen placeres infinitos mientras las fichas ruedan, aceleradamente, desde manos temblorosas.
Robert Venturi, Steven Izenour y Dense Scott Brown quisieron, a mediados de los años setenta, incitar a los arquitectos a aprender de Las Vegas. Frente al modernismo ascético había que reivindicar el ornamento del strip; de la misma forma que el Pop transfiguraba una lata de comida en conserva, podían reconocerse los logros de la arquitectura comercial a la escala de la autopista. Hay que olvidar la Toscana para sumergirse en la fascinación del desierto de Mojave, pasar de la piazza al vértigo de los anuncios luminosos. “Si prescindimos de los anuncios —puede leerse en Aprendiendo de Las Vegas—, nos quedamos sin lugar”10. Desde el automóvil sentimos el reclamo simultáneo de los moteles, las estaciones de gasolina, las capillas nupciales, los casinos y, de forma también azarosa, decidimos entregarnos al primer parking de prestigio que aparezca que, por arte de magia, es siempre el del Caesars Palace. El prototipo constructivo de Las Vegas es el hangar decorado11, esto es, el edificio de pega. La publicidad descomunal funciona como un atractor visual, toda esa desmesura y frivolidad es, a fin de cuentas, coherente. Esta rara ciudad sería, en cierto sentido, la “cura” de una historia enferma12.
Una fotografía de Ángel Marcos nos muestra una acumulación increíble de máquinas tragaperras y un muro, precariamente apuntalado, que delimita un espacio en construcción; se trata de una revelación de lo que Rem Koolhaas ha llamado espacio basura fruto, según su lúcida intuición, del encuentro entre la escalera mecánica y el aire acondicionado en la incubadora del pladur. Ese sitio sellado que fomenta la desorientación (plagado de espejos y superficies pulidas) responde a la lógica del más es más. “El espacio basura es como estar condenado a un jacuzzide paso, antes al contrario, hay que excitar su voluntad de juego, es necesario que termine por ser un adicto. perpetuo con millones de tus mejores amigos... Es un enmarañado imperio de confusión que funde lo elevado y lo mezquino, lo público y lo privado, lo derecho y lo torcido, lo atiborrado y lo famélico, para ofrecer un mosaico ininterrumpido de lo permanentemente inconexo”13. Espacio abovedado e histérico, amnésico y pseudo-histórico, algo palaciego pero desolador. Esas “megaestructuras” son, incluso para los arquitectos, entrópicas: dado que es interminable, siempre hay goteras en algún lugar del “espacio basura”. Los flujos vertiginosos hacen de estos no-lugares potenciales pocilgas y, como todos sabemos, están en proceso de continua remodelación. Da la sensación de que carecen de toda lógica o que tan sólo están pensados para marear al que, inevitablemente, transita por ellos14. Pero en el caso de los casinos no se trata únicamente de amortiguar al sujeto
La actitud de Ángel Marcos en medio de la vorágine de Las Vegas es la del antropólogo o, en otros términos, la del merodeador. Apenas fotografía dentro de los casinos, prefiere deambular por las aceras y apartarse del bullicio para conseguir contemplar todo ese espectáculo como un paisaje del desconcierto. Contempla los coches que circulan con ansiedad junto a un neón con una copa de cóctel que se inclina, cae la tarde y una oscura figura camina cerca de un zapato de tacón iluminado por bombillas de colores, en la entrada del Flamingo vemos como se repite la publicidad de un humorista y de una atractiva mujer pero da la impresión de que todo eso va a quedar atrás. El fotógrafo como un Ulises contemporáneo sortea todas las “tentaciones” desde el fast-food del McDonald´s al remake de los Beatles que ofrece The Miracle. Fija su objetivo en unos coches aparcados cerca del Riviera bajo una luz diurna criminal y acaso sofocado por el estruendo visual sin pausa dirige sus pasos a las afueras y descubre el cementerio de los letreros. También Bruce Bégout reparó en la potencia plástica de esos letreros luminosos que se acumulan tras el Boneyard: “De estas carcasas inoportunas, colocadas unas al lado de las otras sin orden ni concierto, se desprende sin embargo una extraña impresión de armonía”15. En Las Vegas el rótulo es, de forma manifiesta, “más importante que la arquitectura”16. El propio edificio no es otra cosa que un anuncio. Allí se vive de la alucinación súbita que proporciona el neón, desde el ramo del Flamingo a la bella vaquera que sube y baja con gracia la pierna.
Todo este decorado barroco implica también la apoteosis del cutrerío17. Las Vegas no pierde nunca sus orígenes: waste land. El Strip no es otra cosa que un decorado lamentable e incluso de puede hablar de un espectáculo de inmensa mediocridad18. Jameson ha apelado, para comentar la arquitectura postmoderna, a la ironía e incluso ha hablado del realismo sucio que aparece en el paso del parque de atracciones al centro comercial19. Conviene tener presente que Las Vegas, a pesar de las apariencias, repele con vigor toda clase conocida de glamour. Ese nicho confortable para los macarras acarrea, inevitablemente, una estética hortera superlativa. Algunos dirán que parece Disneylandia, en realidad es, hoy en día, la patria perfecta del jubilado. Basta contemplar a las legiones de turistas en chándal, corriendo hacia las tragaperras, sudando a borbotones, para sentir nauseas. Al final de Casino, todo cae por tierra mientras suena Bach. La demolición del imperio mafioso lleva hasta una filosofía de la nostalgia: “Mientras los niños juegan a los piratas —escuchamos la voz en off de Robert de Niro—, papá y mamá pierden a poker los ahorros y el dinero de la universidad del hijo mayor. En los viejos tiempos, los croupiers sabían tu nombre, lo que bebías y como jugabas, hoy es como facturar en un aeropuerto. Si pides algo en el hotel, con suerte te lo traen al día siguiente”. Sabemos de sobra que este es otro mundo: aquí uno pierde la noción del tiempo y del espacio. La ruleta gira y en las mesas las cartas vuelan. Los que consiguen atravesar el laberinto del juego y, por supuesto, del naufragio planificado, tal vez consigan llegar hasta el oasis con piscina. No hay afuera.
Venturi & Cia. llaman al casino oasis interior, un lugar de luces hipnóticas y aire acondicionado glacial20. La ciudad que nunca duerme es la respuesta perfecta a la utopía post-política del “sueño americano”. Ángel Marcos ha sido capaz de sintetizar, con una lucidez magnífica, la fantasía de Las Vegas adentrándose detrás del decorado lo que, insisto, le ha llevado hacia el desierto. Porque Las Vegas es, en todos los sentidos, un espejismo. “Existe —escribe Baudrillard al final de América— una secreta afinidad entre el juego y el desierto: la intensidad del juego se incrementa por la presencia del desierto en los confines de la ciudad. El frescor climatizado de las salas contrasta con el radiante calor del exterior, el desafío de todas las luces artificiales con la violencia de la luz solar. Noche de juego soleada por todas partes: oscuridad centelleante de las salas en pleno desierto”21. Acaso sea cierto que el alma del juego es similar al corazón del desierto. En este sitio en el que triunfo el eclecticismo de la carretera se cumple, sin ganga ni desperdicio, el destino del nihilismo. La cacofonía gangosa de los anuncios promete y, no cabe duda, entrega la posibilidad para el desparrame (sprawl) total. Esta tierra baldía necesitaría a un artista como Piranesi, perverso dibujante de lo heterotópico.
En este territorio del delirio no hace falta drogarse22. Las Vegas convierte toda realidad en escarnio, con su farsa alucinógena funciona como una vanitas postmoderna. Se trata de un carnaval en el que el placer es artificio hiperbólico y, en definitiva, anything goes23. El lema de la ciudad es incontestable: “No one does it better”. Este despliegue ad nauseam del entertainmentshow girls en los que se inserta una expresión providencial: déjà vu. Efectivamente en esta oferta de placeres prostituidos llegamos a sufrir picnolepsia: empantanados en un presente perpetuo, incapaces de tomar cualquier decisión. Ángel Marcos fija el paisaje de esa glaciación del deseo: los cartelones están junto a cercados de alambre de espino en medio del desierto o tras una verja junto a un barracón en el que está fijada la bandera americana. Los cables telefónicos y de la luz convergen en fugas perspectivistas sobre esos cuerpos sensuales acentuando la sensación de incomunicación. Finalmente la promesa del fun24 (es) for nothing. y de lo lúdico termina por domesticar el deseo original. Ángel Marcos ve por todas partes mujeres seductoras vistiendo la ropa interior más excitante; desde la rubia con liguero rojo del Hotel Casino Circus a las tres gracias que prometen “fantasy” en el Luxor. Cabarets, habitaciones 24 horas, la boutique del amor, una saturación de
Todos los espectáculos de Las Vegas son, en realidad, el mismo: variaciones diabelli del azar y el deseo, de la pérdida y la amargura. El show ha sido sustituido por la experiencia y podemos formar parte, como figurantes patéticos obviamente, de un remake de Star Trek o intentar conseguir unos segundos de gloria en el karaoke. En la ciudad del juego todo está codificado y controlado, nada queda al azar25. Aquí el placer está declinado como sumisión. Todo está planificado en Las Vegas para minimizar el temor a la pérdida. El sujeto no apuesta para recuperar lo jugado o llevarse el premio: “a sus ojos ganar importa poco a fin de cuentas. Si juega, apuesta y lanza los dados es para experimentar, durante un intervalo demasiado breve que anhela renovar sin cesar, el sentimiento sobrecogedor de la posibilidad pura. Lo que busca en la espera del resultado es la experiencia del azar, el escalofrío súbito de la tuché que cae del cielo y le designa como feliz beneficiario entre los hombres”. Precisamente Ángel Marcos ha dejado que Las Vegas le toque, convirtiendo su mirada en una suerte de ruleta que, como todas, tiene truco. Al comienzo de La cámara lúcida, Barthes vincula la fotografía con lo que Lacán llama tuché, la ocasión, el encuentro, lo Real “en su expresión infatigable”26. Tenemos que tener claro que el encuentro es encuentro perdido, como aquel objeto que sólo se recupera en la pérdida27. Ahí está lo traumático: lo real está, es eso que yace siempre tras el automaton28. Lo real está invadido por la angustia de una repetición “que intenta compensar el hecho de que uno siempre llegará demasiado temprano, o demasiado tarde, para encontrarla”29. El encuentro perdido no produce reconocimiento sino desasosiego, necesidad de interpretar y de repetir. Ángel Marcos encuentra en el seno de Las Vegas una inmensa extrañeza, algo que le mantiene apartado como ese valla metálica a través de la que contemplamos la singular epifanía, a lo lejos, de un búfalo con las plumas de un jefe indio y, de nuevo, una bandera americana ondeando al viento.
El potlatch festivo de Las Vegas no conduce, como en la meditación de Bataille al elogio del marginal30, sino a la consolidación de la mentalidad infantilizada. Para Tom Wolfe la megalomanía infantil de Las Vegas se traduce precisamente en la actitud del niño que “no quiere irse a la cama”. Una suerte de beata ignorancia da pie a una escenografía que no sigue el modelo de la Historia31 sino el del cine, en un pulso inequívoco con Hollywood que también tiene la concupiscencia como cimiento. En este lugar del exceso, lo sublime se transforma ipso ipso en grotesco32. A fin de cuentas toda esta fanfarronada arquitectónica está enfatizada cómicamente. Basta, como hace Ángel Marcos, salir del encantamiento unos pasos para contemplar sórdidas licorerías en tierra de nadie o, al borde de la carretera, un recinto de alquiler de camiones y containers que es, ciertamente, espectral. Pero es que Mandalay Bay Convention Centre está delimitado por escombreras aunque su imaginario imperial sea el del dólar, ese papel mágico en el que están tatuadas las palabras mágicas: “In God We Trust”. El coup de dés fotográfico de Ángel Marcos le entregó un letrero de bombillas en el que precisamente se imponía esa palabra: TRUST. El impresionante cementerio no hipnotiza ahora que es tan sólo ruina. Aunque su aspecto sea el de una gigantesca instalación artística: en Las Vegas “la momificación museística ha comenzado ya”33.
La cultura del fun se columpia hasta el boring completo. No soportamos infinitamente la política del entertainment. Diversión y sufrimiento están entrelazados en la época del turismo saturador34; acaso sólo pueda vivir entre esas luces excesivas quien esta dispuesto a leaving Las Vegas. “Tanto en sentido literal como figurado, uno siempre se marcha de Las Vegas con los bolsillos vacíos. Además de algunas tarjetas postales o camisetas baratas que podríamos adquirir en cualquier otro lugar, no hay nada que comprar”35. Y lo peor de todo es que tenemos que contemplar, una y otra vez, esa sonrisa siniestra que cierra un frase abismal: “have-a-nice-day”. Ángel Marcos recuerda, con Mallarmé, que un golpe de dados no abolirá el azar. Nosotros no somos ni el Maestro del poema ni los náufragos de la página en blanco, habitamos en una saturación asfixiante, afectados por el síndrome de Blade Runner36. Hoy la “cristalización” del Imperio es Disneyworld, ese proyecto de clonación o criogenización del mundo y de nuestro universo mental que reduce el imaginario a lo virtual37. “Euro Disney, el turbulento parque temático cercano a París, fue descrito por un disgustado crítico francés como una Chernobyl cultural, aunque tal vez una Stalingrado cultural sería más fiel a la verdad: el campo de batalla en que el implacable avance de la cultura popular norteamericana fue detenido por fin y ha debido retroceder. Supongo que el Ratón Mickey y el Pato Donald ya no satisfacen a los niños de hoy, cuyas retinas titilan con los fantasmas electrónicos de los videojuegos. Ahora rige el Super Nintendo, y el imperio de Disney mercantiliza la nostalgia”38. Tenemos claro que la Disneylandización que ya es el más importante de los proyectos urbanísticos, el modelo incluso de las experiencias artísticas contemporáneas39, es la lógica que domina también a Las Vegas.
Mientras los rótulos de persuasión continúan con su cacofonía gangosa, los turistas, al pairo del espectáculo, completan un sueño que, es en verdad, una pesadilla camuflada.
“Detrás de la ciudad la única transición entre el Strip y el desierto de Mojave es un vertedero cubierto de latas de cerveza oxidadas”40. Contemplo una fotografía de Ángel Marcos que atrapa un letrero fragmentado que está colocado, azarosamente, sobre una calavera gigante de pirata. La casualidad hace que el resto legible sea SIN. Una ciudad que es un desierto móvil, una escenografía múltiple iluminada por neones de locura, impone el juego del hastío41. “Nadie lo hace mejor”: una verdad desnuda.
Galería Soledad LorenzoOrfila 5
Madrid
www.soledadlorenzo.com
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